Uno de los temas más recurrentes de la tragedia griega era el de hibris, algo así como el deseo desmedido, la soberbia, la lucha contra el equilibrio, contra el propio destino. Era de suponer que, en una sociedad –la de la Antigua Grecia– que aspiraba a encontrar sus puntos medios, la hibris fuera castigada por los dioses para regocijo y adoctrinamiento del espectador. Muchos siglos después, ya en pleno siglo XX, el cine recogía el testigo en sus dramas, cobijando bajo el aura rebelde de sus protagonistas el concepto de hibris, albergando en sus tramas una constante pelea contra el poder establecido que jamás ha dejado de dar réditos a la narrativa. El género del cine adolescente es, en este sentido, seguramente el mayor beneficiario de la efectividad de este tópico; no en vano, algunas de sus más grandes obras (“Rebelde sin causa” [Nicholas Ray, 1955], “Rebelión en las aulas” [James Clavell, 1967] o “Diario de un rebelde” [Scott Kalvert, 1995]) hacen referencia ya desde el propio título a esa rebelión, a esa vuelta a (re-) la guerra (bellum).
Una de las más grandes batallas adolescentes libradas en el cine frente a la represión impuesta por esos dioses clásicos tuvo lugar en “If…”, obra cumbre del Free Cinema inglés dirigida en 1968 por Lindsay Anderson. Su escena más poética tiene por protagonista a Mick (Malcolm McDowell), que, junto a su gran amigo Jonnhy (David Wood), escapa temporalmente de los muros de un internado que aspira, sin éxito, a doblegar y secuestrar sus aún inmaduras voluntades. Christine Noonan pone rostro al deseo prohibido; el guion de David Sherwin se sirve de ella para representar el estado de continua búsqueda del adolescente, su perpetua pelea por el autodescubrimiento y el afán y la necesidad de autodefinirse. El presente abofetea el ímpetu vital de Mick. Sus garras rompen con lo preestablecido, lo erigen en el héroe que desafía y desnuda a las deidades de una enseñanza corrompida –suena el maravilloso “Sanctus” de la Misa Luba que tan repetidamente escuchamos cantar a los chicos en el coro del colegio–. Y, aunque el héroe perezca (“I like Jonnhy”), aunque de sus sueños despierte, ella abraza sus manos y lo traslada a un paraíso de color que lo hacen eterno.
Ese irrefrenable impulso adolescente hacia lo desconocido, ese despertar crítico que va a ir definiendo en cada uno lo que la realidad en realidad es pocas veces se ha retratado con tanto poderío visual como David Lynch lo hizo en su “Terciopelo azul” (1986). Jeffrey (Kyle MacLachlan), un valeroso joven cualquiera, antecesor del noventero agente Cooper, descubre una oreja humana cortada en medio de un campo. Esta peculiar premisa, muy a pesar del detective Williams (George Dickerson), su padre espiritual, va a servirle al protagonista de excusa para adentrarse en un mundo paralelo sórdido, onírico, de desconocida existencia a sus ojos y a los del espectador. Jeffrey abraza los tormentos de la frágil cantante a la que da vida una hipnótica Isabella Rossellini y, de la mano de un único apoyo, su congénere Sandy (Laura Dern), guerrea con un idealismo imposible contra Frank (Dennis Hopper) y sus secuaces.
“It is a strange world” –se repiten en varias ocasiones los dos jóvenes investigadores–. Ese submundo al que se refieren no es tanto una pesadilla de la que desee despertar, sino una realidad –encarnada por la Rossellini– de la que el bueno de Jeffrey se va a enamorar. Emulando a aquellos héroes de la tragedia griega, opta por rebelarse contra el desequilibrio imperante. En la que quizá sea la escena con mayor carga emocional de todo el filme, Jack le advierte de su inmediato castigo: “Look at me. Don’t be a good neighbour to her. I’ll send you a love letter. Straight from my heart, f…! (…) You receive a love letter from me, you’re f… forever”. No sirven las advertencias, en nada quedan las amenazas y las faltas, aquellos dioses de barro que lo tachan de rebelde acaban sucumbiendo ante la coherencia del otrora insignificante adolescente. Quizá sea precisamente nuestra incoherencia, la culpa que nos invade por haber abandonado nuestros ideales más juveniles los que nos llevan a censurar y/o justificar en la inexperiencia ese hibris adolescente. No lo hagamos. Escuchémosles, con respeto, sin rechazo. Sólo así podremos ayudarles.