“El lobito bueno”, aquel ácido poema de José Agustín Goytisolo que a muchos nos dio a conocer Paco Ibáñez, describía, en unas pocas palabras, el descubrimiento de toda una generación anhelante de un humanismo perdido: “Érase una vez / un lobito bueno / al que maltrataban / todos los corderos. / Y había también / un príncipe malo, / una bruja hermosa / y un pirata honrado. / Todas estas cosas / había una vez / cuando yo soñaba / un mundo al revés”. Los ídolos caían; el sueño dejaba paso a la pesadilla; el maniqueísmo, al escepticismo. Ese extraño mundo al revés se concretaba, de una vez por todas, en nuestra adolescencia.
La primera de las tres historias que el monstruo (Liam Neeson) que da título a la última obra de Juan Antonio Bayona cuenta a Connor (Lewis MacDougall), su joven protagonista de 12 años, relata, con similar precisión a la del autor de esa otra maravilla llamada “Palabras para Julia”, el fin de dicha ceguera temporal. Esa especie de perenne testigo de la condición humana sigue el riquísimo legado de la poesía española del siglo XX en la segunda de sus parábolas. Tomamos prestada de nuevo la voz del genial Paco Ibáñez, en esta ocasión versionando una pieza de Blas de Otero, para resumir sus enseñanzas: “Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra. / Si he sufrido la sed, el hambre, todo / lo que era mío y resultó ser nada, / si he segado las sombras en silencio, / me queda la palabra. / Si abrí los labios para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos / me queda la palabra”. Esa especie de temprana maldición egocentrista que nos acompaña desde tan pronta edad, la infinita búsqueda por trascender más allá de nuestra propia existencia, queda supeditada, tanto para el poeta bilbaíno como para el monstruo de Bayona, a la palabra, al respeto de unos principios, los de la moral, cultivados en la infancia y culminados en la adolescencia.
El centenario tejo recuerda al espectador lo cíclico de la realidad humana en el tercero de sus relatos, donde es protagonista la venganza que Connor ejerce sobre su acosador, inspirada tal vez por los versos de Rafael Alberti: “Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie; / que es nadie la muerte si va en tu montura. / Galopa, caballo cuatralbo, / jinete del pueblo, / que la tierra es tuya. / ¡A galopar, / a galopar, / hasta enterrarlos en el mar”. El error del joven es tan solo proporcional al valor de la lección que de éste logra extraer. Sufriendo las cicatrices de sus propios actos, empieza a cobrar responsabilidades de los mismos; y es que nadie, más allá de ese metafórico monstruo que viene a representar nuestra naturaleza, nuestras raíces, está ya presente para tomar las decisiones por Connor.Lo que en “Un monstruo viene a verme” se narra en realidad al espectador es, más allá de los primeros y necesariamente torpes pasos de su protagonista en el terreno de la adolescencia, una situación de duelo. No en vano, la pesadilla que atormenta al protagonista aparece, junto a su fiel compañero de batalla, siempre a la misma hora, cual impasible pensamiento obsesivo. El abandono que él mismo sufre en sus carnes –por su padre y, aunque inevitable, también por parte de su madre–, su mente lo va a adoptar como propio, buscando quizá un imposible control sobre tan complejos avatares vitales. Surge entonces una intolerable culpa; por inverosímil que al espectador le parezca, Connor carga a sus espaldas con la inminente muerte de su madre. Esta es precisamente la palabra clave y definitoria del duelo patológico: la culpa. En su tercer largometraje, Bayona nos recuerda el valor de la escucha activa por parte del terapeuta y, como contrapartida, el de la verbalización de los problemas por la del adolescente. Seguramente, pocos lograron acoger, entender y amar sus pasionales y desorientadas voluntades como lo hizo Paco Ibáñez, cuya voz fue, es y seguirá siendo bálsamo terapéutico de muchas de sus heridas.