La noche y el día se suceden en la ópera prima de Uli Edel con la misma naturalidad que los chutes del heroinómano terminan siguiéndose, tarde o temprano, del síndrome de abstinencia. Así, si durante su primera hora de metraje se nos ha narrado el inocente viaje de Cristina F. (Natja Brunckhorst) a los infiernos de la droga, en la segunda nos vamos a encontrar con una mujer enferma, entregada, resignada a los caprichos de una fiel amante que, como el alcohol en los días de vino y rosas de Lemmon y Remick, retrasará tanto como pueda el momento de abandonarla.
Los viajes de Cristina F. a las profundidades de la discoteca Sound, como aquella ya mítica escena del filme que corre al ritmo de “Heroes” de David Bowie, se retratan con unos cálidos tonos que, junto a unos fluidos movimientos de cámara, logran del espectador ese “dejarse llevar” de la noche berlinesa, una inmersión más o menos progresiva y lógica de una niña de 13 años en tan aterrador universo, el de la heroína.
El decimocuarto aniversario de Cristina F. da comienzo a esa segunda parte de la que hablábamos. La frialdad de la escena hace presagiar lo peor. Una tarta de cumpleaños cuyas velas, casi una a una, irá apagando la joven berlinesa, en la más absoluta soledad, sin fuerzas, ataviada de una toalla que no hace sino acentuar su rol de enferma. Sorprende la ausencia de su madre; no en vano, su hija ni tan siquiera prueba una pizca de la tarta. Su nueva yo borra todo rastro de amor de unos regalos –la tarta y el dinero– que entiende como instrumentos, como útiles de trabajo, para una realidad paralela.
En esta secuencia, la cumpleañera toma un papel que al comienzo del filme le había correspondido a su amiga Kessi o a Detlev, su novio, mientras que Babsi, a quien ha ofrecido cobijo esa misma noche, asume el suyo –tomará prestada, incluso, su más identificativa chaqueta–, en lo que constituye un brillante recurso de un guión que, de un plumazo, logra perfilar las nuevas personalidades de una y otra. Por eso, cuando la pequeña le pide el itinerario de ese mal viaje que le ha llevado a encontrar tan fantasiosa peluquería, Cristina parafrasea a aquel primer yonqui cuyo camino decidió seguir.
Mientras, un póster de James Dean adorna la habitación; el malogrado actor parece sonreír, pérfido, a un Mickey Mouse de lo más primitivo. Todo un aviso, como la propia película de Uli Edel o el libro y biografía que adapta, a una juventud que por aquel entonces (1981) se veía diezmada por una causa perdida, la heroína.