Estrenada por Netflix en plena oleada de ese trastornado divertimento de la Ballena azul, la que se ha convertido en la serie de televisión del momento no ha dejado a nadie indiferente. Siguiendo los cánones de un relato exprimido hasta la saciedad –la búsqueda del responsable del crimen de una menor–, su anunciado final se erige como la más valiente propuesta de una obra a la que se ha culpado de aumentar el riesgo de suicidio entre sus espectadores. No sorprende. La aproximación de Tom McCarthy y compañía centra sus esfuerzos en enganchar al público más comodón, aquel para el que el cine es mera evasión y no una puerta para la reflexión. El verismo de su historia queda oculto bajo capas y capas de maquillaje que acaban deformando la realidad hasta límites cuanto menos (artísticamente) peligrosos.
Los cálidos tonos que tiñen esos continuos flashbacks que revelan los tórpidos últimos pasos de su invariablemente atractiva protagonista (Katherine Langford) desvelan cierta cobardía a la hora de retratar un sufrimiento que experimentaremos con palabras, pero nunca con imágenes. Ni tan siquiera aquellas dos consabidas escenas que pretenden ser impactantes escapan a dicho sino. Sí logra un rechazo intelectual, pero sabe a poco. Nada repugna. La respuesta que tan edulcorado y ameno relato obtiene del respetable es tan olvidable como sus personajes. Éstos no dejan de ser manidos prototipos maniqueos cuyos adultos físicos y psiques no hacen sino restar aún más puntos a esa más que cuestionable credibilidad en la que a priori debería sustentarse el drama.
Las trece cintas que componen la premeditada venganza de Hannah Baker consumen todo posible resquicio de esa impulsividad que se le suele presuponer al suicidio adolescente. La empatía que despiertan su fuerte personalidad y el agradable ambiente familiar en el que se mueve acentúan aún más lo atípico de sus actos. El ritual de las cintas, tan acertado desde el punto de vista narrativo, se convierte en una efectiva y atractiva catarsis que logra enmascarar la terrible y desacertada decisión de la joven protagonista. El tórpido final de su existencia es la mejor denuncia de una violenta sociedad que hace oídos sordos a sus víctimas; Hannah se erige, por lo tanto, en mártir y ejemplo.
Avalada por sus millones de telespectadores, los mayores méritos de “13 Reasons Why” no son tanto artísticos como publicitarios. Orientada hacia el público adolescente, sus aparentemente bienintencionadas motivaciones no sobreviven a la reflexión crítica. Es necesario que el suicidio, una de las principales causas de muerte en nuestro país en la etapa vital que nos atañe, sea abordado con mayor asiduidad por el cine; ojalá que, en siguientes ocasiones, el espíritu de denuncia prevalezca sobre los dólares. Hasta entonces y aventurándome a lo que nos pueda ofrecer la segunda temporada de este engendro, les invito a sustituirla por el visionado de “Elephant” (Gus Van Sant, 2003).