Embriagarse de su onirismo, dejarse llevar por un universo que escapa no solamente a su control, sino también a su entendimiento, es la más básica condición que se le impone al espectador en “It Follows” (David Robert Mitchell, 2014). Pese a encajar a la perfección en la definición de slasher y a las numerosísimas referencias formales y temáticas al cine de Carpenter, el de Michigan evidencia en su segundo largometraje un exquisito gusto por el surrealismo que, como ya demostrara Wes Craven en “Pesadilla en Elm Street” (1984), le va de perlas al género.
Un gélido verano, décadas solapándose en el diseño de producción o planos recelosos de acelerar en su continuo giro. El desconcertante y terrorífico ambiente del que Mitchell se sirve para transmitir al público su particular “pesadilla” es la excusa perfecta para invitarle a profundizar en esa otra cara de su relato, en el de los porqués, en el de los significados ocultos tras unos y otros fotogramas. Si justificada, es válida y acertada casi cualquier interpretación que se haga de esta película y es que, desde el mismo momento en que un artista expone su obra a un tercero, ésta deja de ser “suya”, su creatividad es y debe ser completada por la de la audiencia. La continua presencia y relación del sexo y de la muerte, unida a la ambigüedad que lo caracteriza –como buen filme surrealista que se precie–, ha dado lugar a numerosísimas teorías acerca de la “verdadera” intención con la que “It Follows” fue concebida.
El “it” de “It Follows”, ese bogeyman prototípico del slasher que, como en “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Don Siegel, 1956), toma el rostro y cuerpo de nuestros más allegados, se nos presenta, en cambio, como un muerto viviente. Y es que es, paradójicamente, el miedo a la muerte (o tanatofobia) el que parece acechar a Jay (Maika Monroe). No sólo es incapaz de encontrar forma alguna eficaz de librarse de él, sino que en los momentos en los que más teme su aparición, más presencia tendrá éste; los periodos de inconsciencia de la protagonista, por el contrario, no son aprovechados por su lento perseguidor. Si “It Follows” narra una pesadilla –el propio director ha confesado que ese “it” está directamente sacado de las que él sufría cuando tenía unos diez o doce años–, entonces todo el universo que se nos descubre está, en realidad, en la mente de Jay. Mucho podría debatirse acerca del origen de estos miedos en el caso que nos atañe, causas de todos los colores, del más tenue al más sórdido, podrían justificarnos las pesadillas de Jay. La deformación cinematográfica seguramente nos guiará por sorprendentes caminos, pero optaré por el más plausible de todos por ser también el más corriente.
La edad a la que abrazar la idea de muerte, es decir, comprender su universalidad, su irreversibilidad y su biología, no es, ni mucho menos, uniforme. En cualquier caso, no suele ser hasta la adolescencia cuando se entierra, de una vez por todas, la inmortalidad infantil. La increíble mejora de las condiciones socio-sanitarias, la secularización de la sociedad o la migración del campo a las ciudades son algunas de las razones que han hecho de la muerte un tema omisible –cuando no tabú– en el día a día de la juventud occidental. Esto ha traído consigo un retraso en la adquisición de las habilidades necesarias para “enfrentarse” a ella. Si en “Cuenta conmigo” (Rob Reiner, 1984), ambientada a finales de los ’60 y en donde ese coming-of-age giraba en torno al descubrimiento de un cadáver, Gordie (Wil Wheaton), su protagonista, contaba con 12 años, en “It Follows”, Jay tiene 19.
El interés que reviste una temprana aceptación de la muerte no se limita a terrenos específicos de la pediatría como el duelo o las enfermedades terminales. Poner vendas a nuestros jóvenes, ocultarles la realidad de la muerte y de tantos otros aspectos grises del que es y será su mundo, acabará dando paso a unos débiles mecanismos de defensa que, en el mejor de los casos, traerá consigo la perpetuación de esa frivolidad que atenta con acabar con lo que nos queda de humanos. Hablemos de la muerte.