El verano. Soñar despierto en una de sus cálidas y embriagadoras noches. Cuando todo es posible. La juventud. Saborear las mieles de lo eterno. Hasta la llegada del otoño. Pérfida estación, con ella, los durmientes serán arrastrados hacia las aulas. Ni tan siquiera el cine, ese inigualable ejercicio de evasión, logra escapar a tan cruel sino. No sorprende, por tanto, que la enseñanza sea uno de los temas más recurrentes del subgénero de la adolescencia, ni que docentes de la ficción cinematográfica tan icónicos como Mr. Keating, Robin Williams en “El club de los poetas muertos” (Peter Weir, 1989), sean universalmente evocados a la hora de imaginar el prototipo de profesor del que todo alumno desearía disfrutar.
La brillante “Monsieur Lazhar” (Philippe Falardeau, 2011) narraba el devenir de una clase tras la llegada del maestro que da título a la película en sustitución de una malograda profesora de primaria que había optado por quitarse la vida dentro de su aula. Obras como ésta nos permiten comprender por qué la cualidad primera y fundamental que han de poseer profesores y, por extensión, el resto de educadores –padres, familiares, cuidadores, entrenadores, profesionales de la salud y un largo etcétera– es la voluntad de enseñar, el deseo de sembrar inquietudes de la índole que sean. La semilla del saber es el interés; así, los pedagogos han de redefinirse primero como motivadores en su aspiración a transmitir el conocimiento.
“El indomable Will Hunting” (Gus Van Sant, 1997) –de nuevo con Robin Williams–, “Descubriendo a Forrester” (Gus Van Sant, 2000), “Diarios de la calle” (Richard LaGravenese, 2007) o “La clase” (Laurent Cantet, 2008) son algunos de los últimos grandes filmes que han explotado los conflictos de la enseñanza en la adolescencia. Todos ellos apuestan por una figura docente indudablemente fuera de lo habitual como contrapunto de unos jóvenes cuyo creciente desinterés hacia los estudios atenta con dejarlos expuestos a un futuro nada halagüeño. La siguiente escena, perteneciente a la moderadamente entretenida “Divines“ (Houda Benyamina, 2016), incide en esta realidad, pero si aquellas otras cintas ejemplificaban en positivo el diálogo entre profesor y alumnado, la siguiente secuencia opta por hacerlo a la inversa.
Que formas y fondo no tienen por qué caminar de la mano es seguramente una de las ideas más defendidas en el subgénero cinematográfico que nos atañe. La ridiculizada lucha de la profesora de Dounia por que su pupila (Oulaya Amamra) vista una sonrisa en su futurible puesto de trabajo como azafata enciende, como no podía ser de otro modo, la mecha. Pero quizá la mayor valía de este diálogo sea la naturalidad con la que salen a la palestra las inestables aspiraciones capitalistas que tan jóvenes mentes han absorbido desde la cuna. Si toda generación mira a la que le precedió como el mínimo a alcanzar, la que Dounia representa no es menos (“mi madre no necesitó tu examen de m…”); lo escalofriante del asunto es que ese “money, money, money” sea también en las aulas el lenguaje “universal”. Herida en su orgullo tras escuchar que “no llegará a nada en su vida” –enésimo ejemplo de los pésimos réditos de la motivación en negativo–, Dounia decide llevar al absurdo la labor docente de su profesora. La joven pone en evidencia la incoherencia de ésta; su principal objetivo, ha dicho previamente, es el de enseñarles a ganar un dinero que, cómicamente desgranado, no sabe siquiera cómo hacer llegar a sus propias arcas. Houda Benyamina defiende con esta escena aquello de “abrir escuelas para cerrar cárceles”, exige para ello educadores apasionados por lo ilimitado del saber, voluntariosos por compartir lo que por gracia conocieron. Héroes, en definitiva, de una sociedad que difícilmente comprenderá sus porqués mientras siga negándose a escucharlos.