Desconozco el motivo que me lleva a desconfiar del uso y abuso de pantallas en la más grande de todas ellas, la del cine. Quizá sea porque concibo cada filme como una evasión de la realidad más cotidiana. La saturación audiovisual diaria a la que someto a mi retina puede jugar también un rol. Y es que no puede sino rechinarme lo mostrado en ellas, carente de la aspiración artística exigida al resto de fuentes de imagen de esta disciplina. El maltrato de este lenguaje me desorienta y acabo confundiendo el carácter superficial de sus imágenes con el de sus perpetradores.
Me cuesta completar el primer tercio de ‘Eighth Grade’ (Bo Burnham, 2018). Demasiado mainstream. Inicialmente, no logro anclarme al sufrimiento de Kayla (Elsie Fisher), una adolescente de trece años cuya interacción social se limita a los muchos o nulos seguidores de su canal de vídeo online. No creo que se pueda llegar a etiquetar de bullying al fenómeno al que asisto. Simple y llanamente, Kayla es totalmente ignorada por sus pares. No hay inquina. Y es eso precisamente lo alarmante. Ni Kayla es un bicho demasiado raro, ni sus compañeros son demasiado malvados. Poco a poco, “Eighth Grade” me va atrapando. El inocente y natural ir y venir de Kayla termina allá donde más nos duele. Su sutileza termina consiguiendo derrumbarme.
La película pierde sus estridentes colores para tornarse mucho más sombría en los asientos traseros de un coche. Allí, Kayla nos recordará lo pasajero de aquellas pantallas con un grito de socorro (¿#MeToo?). Nuestro fracaso como sociedad es completo. De nuevo, nada ilegal ni infrecuente y, sin embargo, deleznable. Aun así, le toca pedir perdón.
Mark (Josh Hamilton), su padre, abraza la esperanza de todos aquellos progenitores indefensos ante unas armas de interacción social cuyos poderes y peligros desconocen y se desgranan en esta obra. La auto-aceptación que el rostro de Kayla, impregnado de acné, lanza a la pantalla en los minutos finales debería convertir a esta cinta en una de visión obligada en los colegios.